viernes, 30 de noviembre de 2012

Restaurante Chincana Wasi: experiencia sensorial

Algunos traducen el nombre quechua de este restaurante como “casa escondida”, otros como “casa oscura”. Pienso que escondido no está, pues me resultó fácil ubicar su local en la cuadra doce de la avenida Huairuropata, una de las concurridas arterias comerciales del distrito cusqueño de Wanchaq; tampoco cabe aquí la traducción “casa oscura”, porque la experiencia que se vive adentro corrobora el sentir de Antoine de Saint- Exupèry cuando en su emblemático libro "El Principito", afirma: “Lo esencial es invisible a los ojos”.
Llegué a la ciudad del Cusco cumpliendo un anhelo personal: vivir una experiencia intensa y diferente cenando en Chincana Wasi, un innovador restaurante a oscuras en el Cusco, que hace de la discapacidad visual una oportunidad laboral. En el origen de esta motivación estaba el correo electrónico enviado por sus gestores Hansel Mamani Aucca y Wilberth Chauca Singuña, en él me pedían conocer este singular restaurante para ser conocedora y portavoz de esta buena forma de inclusión laboral.  
¿La vida es luz?... ¿Luz es vida?
¡No necesariamente! Tanta gente siente total oscuridad del alma, mientras se sumerge en un vértigo de anuncios luminosos de todos los colores; en contraparte, hay quienes viven en la luz y trasmiten luz, independientemente del estado físico o emocional por el que atraviesen. Entre los unos y los otros están aquellos que sin haberlo elegido, sí o sí, viven privados de la luz física. Los llamamos invidentes, pero resultan siendo más visionarios que muchos de los que conservamos intacto el sentido de la vista.
La impactante experiencia de cenar a oscuras –totalmente privados de cualquier forma de visibilidad– se inicia cada viernes a las siete de la noche en el Restaurante Chincana Wasi, cuando un mozo, impecablemente uniformado, abre la puerta del restaurante y anuncia a los comensales que esperan: “Buenas noches, sean bienvenidos a Chincana Wasi. Por favor, apaguen sus celulares y guarden todo objeto luminoso; colóquense en fila india y en grupos de a cuatro, sujeten el hombro del compañero que tienen adelante y síganme con confianza”.  
Así se ingresa a un apacible recinto, con suave música de fondo, en el que los únicos que “ven” en tremenda oscuridad son los mozos invidentes –por las habilidades que poseen para desplazarse a tientas  y se da paso a una aventura extrema y a la vez relajante para los sentidos, pues al estar prohibido el uso de cualquier objeto que posea luminosidad uno se queda, por dos o tres horas, totalmente desconectado del mundo externo. Viví tan impactante experiencia y doy fe de ello.
El día que asistí en calidad de comensal, mi eficiente guía y anfitriona fue July Navarro, una joven de 25 años que –lo supe después– inició su discapacidad visual con un cuadro de ceguera nocturna. Siguiendo sus indicaciones me sujeté confiada a su hombro e ingresé a ese aparente mundo sin formas. Mientras avanzaba en la oscuridad empecé a perder confianza en mí misma y sentí que dependía solo de las habilidades locomotrices de July. ¡Qué alivio sentir que por fin quedaba instalada en una mesa!
Muy pronto percibí que no estaba sola, que habían tres personas más compartiendo mi mesa, dos hombres y una mujer; palpé lo que tenía en la mesa y pude reconocer el tipo de cubiertos que estaban dispuestos para mi cena. En ese momento un aroma a licor y fruta exótica, hierbas y aliños me invadió por completo y se hizo más intenso cuando la voz de July anunciaba: “Ya tienen frente a ustedes el aperitivo y el plato de entrada. ¡Disfrútenlos!”.
Lo que siguió en mi mesa fue un espontáneo intercambio de opiniones: “Este cóctel tiene tal fruta y tal licor”, dijo uno de los comensales. El otro agregó, “El pisco que han usado parece un acholado”. “No. Es un quebranta y tiene también algo de coco”, replicó el primero. Absorta y tratando de identificar formas y sabores, yo acariciaba mi copa con relieves y bebía con placer y sin apuro el misterioso aperitivo. Imaginaba el color que podrían tener el cóctel y la copa que sujetaba entre mis manos. ¡Imaginaba, solo imaginaba!  
Luego tocó el turno al plato de entrada: una soberbia ensalada; al plato de fondo, que era un exquisito y humeante tallarín y finalmente al postre, que tenía la textura y la dulzura de nuestros pueblos andinos. ¿Qué ingredientes contenían? ¡Difícil ponerse de acuerdo! Cada vez surgía una que otra opinión asegurando haber reconocido, también, tal o cual ingrediente. Yo no veía nada, pero oía, palpaba, olfateaba y saboreaba, como nunca antes.
Una voz que se me iba haciendo familiar –con una forma muy peculiar de hablar–, ponderaba con autoridad las combinaciones hechas en la ensalada y sugería los agregados y maridajes que se podrían hacer en la carta, para presentarla más gourmet; lo que se debería incluir en el montaje de la mesa para atender con éxito al turismo receptivo. A lo  largo de esa cena a oscuras, descubrí que se trataba de todo un personaje: el chef ejecutivo Agustín Buitrón Baca, Presidente de la Asociación Peruana de Chefs, Cocineros y Afines –APCCA–, que estaba en el Cusco, de paso a la ciudad de Abancay.
Transcurridas casi tres horas de total oscuridad, y de manifiesta cercanía humana, los comensales de cada una de las cinco mesas dispuestas esa noche, sin mirarnos la cara, habíamos sostenido conversaciones fluidas y sin inhibiciones; habíamos tendido puentes amicales al reconocernos iguales en posibilidades y en limitaciones. Ninguno veía más que el otro y todos, de forma inconsciente –o consciente– habíamos potenciado los sentidos del tacto, el olfato, el gusto y el oído, para disfrutar plenamente de tan singular velada gastronómica.
De pronto se escuchó a la misma voz que nos dio la bienvenida, ahora nos anunciaba que el personal del Chincana Wasi había disfrutado atendiéndonos y que estarían gustosos de volver a recibirnos. La cena había terminado y nos preparamos a salir hacia la luz, entrecerrando los ojos para minimizar el impacto de la luminosidad externa. Afuera reconocí por la voz a mis compañeros de mesa y sentí que esa noche, ocasionalmente privada del sentido de la vista, había vivido una experiencia mágica y enriquecedora. Había “visto” con el alma, porque de verdad, ¡Lo esencial es invisible a los ojos!

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